domingo, 9 de diciembre de 2012

Desgarrado.

Has querido jugar a ser demasiado fuerte. Caes, tropiezas, te rompes, haces que el alma se desgarre como un viejo papel de periódico que jamás nadie ha leído. Por dentro hay cataratas sangrientas de dolor que se anudan con fuerza en el pecho y te oprimen hasta la garganta en busca de la falta de aire para respirar. Si pudieses detener el tiempo pararías las manecillas del reloj para siempre. No vivir más sabiendo que sin saber lo que de verdad deberías haber sabido. Extrañas vocecillas que susurran nombres al azar, que te impiden concienciar el sueño y que galopan en tu espalda como venenosos duendes endiablados capaces de hacer perder la poca cordura que a duras penas ha quedado. Espejos que no reflejan nada cual vampiro acicalado. Mentiras que se amontonan en los cajones de una habitación sin ventanas. ¿Cuanto más va a aguantarlo? Lo suficiente, aunque eso siempre es demasiado. 

Enrevesados los caminos de un corazón que late porque está obligado a ello. Preguntas que se quedarán sin respuesta y respuestas que nunca obtendrán preguntas.  Soluciones radicales que romperán otros corazones inocentes  quizá no tanto. Incapaz de decir lo que sientes por miedo a que ese mismo sentir sea el equivocado. Son esas cosas que nunca hablarán por si solas, esos momentos en los que sabes que se está quemando el alma. ¿Has hecho mal? Puede. Posiblemente no seas la única aquí que se ha equivocado.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Estados de ánimo.

Y se había encerrado en el cajón. Era frío, tan helado como ella, imposible de ser abierto desde dentro, se había desvanecido hasta caer bajo llave dentro del cajón. "Ya no quiero salir" repetía para un público que no podía oírla. "Dejadme morir en paz" murmuraba, desquiciada completamente. Ese momento de dolor interno que te arranca las entrañas secamente y con dolor, tanto que no eres capaz de soportarlo. El húmedo cajón se ceñía debajo de mil capas de desesperación, la locura lo carcomía y el veneno del alma lo enfermaba. Se retorcía de dolor y deseaba cual masoquista mucho más de este creyendo irónicamente que alguna vez se lo había merecido. Y si moría, que fuese por el bien y para el mundo.

martes, 20 de noviembre de 2012

"Sueñadilla"

Soltar un gemido sordo y que todos se enteren. Él me apretaba contra sus caderas y yo a su compás buscaba un placer mutuo que encontraríamos al final de las embestidas, los gritos y la mismísima desesperación. No saber como habíamos llegado a aquello era lo mejor de todo. El tiraba de mi pelo y yo respondía anclando mis dedos a su pecho. Había recorrido cada centímetro de su cuerpo y me había deleitado con la necesidad de tenerle tan cerca. No estaba segura de si aquello era sueño o pesadilla pero estaba allí y estaba para mi. Atrapada en una venenosa espiral de sensaciones ardientes. Él pedía más y yo no reparaba en dárselo. Su cuello fue un tesoro que recorrer, la humedad de mi lengua jugó al juego más peligroso de todos y salió victoriosa. Su sonrisa lasciva me encendía, me hacía arder de pura necesidad. El sudor resbalaba por ambos cuerpos y se entrelazaba de forma enfermiza. Aquel momento era el que toda mujer en su sano juicio hubiese deseado junto a él. Belleza de ojos verdes. Necesidad inminente. Las sábanas en el suelo, la necesidad de morder, arañar, brutalidad y desesperación poco reprimida. Podía haber dicho una y mil tonterías más mis labios quedaron sellados por los de él, por su aliento venenoso que me prometía el cielo con ambas manos. Llegaríamos juntos al clímax y...

Despertaría sudorosa en una cama vacía, como siempre. Mis ojos se abrieron de golpe y me maldije por ello, ya sin saber si era por haber dejado a medias esa famosa "sueñadilla" o porque, en el fondo, siempre había sabido que no era verdad. Mis dedos se aferraron a las sábanas y dejé escapar un gemido totalmente exhausta  parecía haber estado haciendo ejercicio toda la noche. Resbalé de la cama sólo vestida con esa amplia camiseta comprada en el mercadillo y las dulces braguitas de algodón. Mis cabellos alborotados prometían algo que no había sucedido y mi rostro cansado hacía lo mismo. El espejo reflejaba una yo que en realidad no quería estar allí. Era de golpe, siempre antes de llegar al final, yo despertaba y creía, una vez más, que era imbécil. Un hombre como él nunca le haría eso a una mujer como yo. Sentencié, este rostro delgado y sin belleza no se merecía el de un Dios divino. No hoy, nunca. 

viernes, 16 de noviembre de 2012

El café es más francés en Barcelona centro.



Rebeca era mi mejor amiga. Nos conocíamos desde hacía tanto que ni siquiera me paraba a pensarlo, era cansado. Ella corría calle abajo mientras yo caminaba con tranquilidad. Ella entraba en aquel café embriagado de olor puramente francés en las calles catalanas y yo ya estaba allí. Metódica, sopesando siempre todas las opciones y nunca olvidando que es lo correcto en cada situación. Ella no se parecía a mi, en nada. Podías ver como empujaba las mesas haciéndose paso entre estas y como chocó contra uno de los camareros echándole el café por encima. Tuve la necesidad de taparme con aquel periódico del día anterior que tenía sobre la mesa para intentar despistarla o que los demás no supieran que yo la conocía. En el fondo era gracioso. Ella pedía perdón de forma reiterada y el chico no paraba de decirle que no importaba. Siempre había sido así. Las espontánea, tan dulce, tan diferente a mi. Rebeca era una belleza. Creo que no había conocido nunca a una chica tan bonita. Yo, en cambio, era todo lo contrario.  La seriedad me había convertido en una mujer aburrida y no destacaba precisamente por ser una top model. Las parejas no se me daban demasiado bien mientras ella solía tener un novio semana sí semana también. No me importaba que llegase a eclipsarme, me sentía bien a su lado.

Una vez, al empezar la facultad, incluso pensé que me había enamorado de ella. Hasta que las dos nos dimos cuenta de que aquello era una crisis de esas de sexualidad que acaban por decirte de golpe que eres terriblemente heterosexual y que lo único que vas a tener con tu mejor amiga es una serie de conversaciones chorras que no llegarán a nada.

En fin. Rebeca estaba sentada frente a mi y yo ni siquiera me había dado cuenta. Su sonrisa era tan brillante que podría hacer que el resto de la cafetería sonriese con ella. Su blusa blanca ahora tenia un tono tierra escupido culpa del café, gracias a Dios no demasiado caliente, y sus leggins apretados seguramente en el camino habían levantado suspiros. Me miró, la miré, y puso sobre la mesa una servilleta con una serie de números que identifique como el teléfono del camarero al que acababa de tropellar. Una mueca se dibujó en mi rostro, esa que quería simular siempre una sonrisa.

- ¿No es increíble? - me preguntó sin dejar que nada ni nadie hiciese desaparecer de ella ese aura angelical que hacía que todo el mundo a su alrededor revolotease como un idiota. 

En todo grupo de amigas hay dos claras y diferenciadas, la rara y la guapa. En este caso no había grupo aunque yo siempre sería la rara y ella la guapa.

Se suponía que si me había citado era por la inmensa necesidad de contarme algo. Siempre me ponían nerviosa sus ideas descabelladas y sus secretos. 

martes, 13 de noviembre de 2012

Los humanos, olvidan.

— ¿Juntos? 
— Para siempre. 

Sellaron aquella noche en un pacto repentino de amor. Y de ahí a la boda, la hipoteca, los críos, el estresante trabajo y la niñera de siete de la mañana a séis de la tarde. Se olvidarían con los años que una vez se hicieron una promesa de amor. Vivirían esclavos del Estado, tacharían en su lista de cosas imprescindibles los caprichos menos prescindibles y se equivocarían en todas las decisiones que tomasen hicieran lo que sea que hiciesen. Se verían envueltos en una espiral de mentiras que acabarían siendo verdad a medias y aceptando porque no les quedaría más remedio. Se olvidarían que una vez hicieron aquella promesa de amor mientras dan de comer a los tres niños que buscan el cariño de unos padres que se han sometido al capitalismo. Ahorrarían para la universidad de los niños y aspirarían a tener médicos y abogados en la familia. No apuntarían a la pequeña a teatro y evitarían que el grande se comprase aquella vieja guitarra que vio por internet y que prometían que era de su cantante favorito. A la mediana ni siquiera le prestarían atención. Se olvidarían que una vez se hicieron una promesa de amor y cuando se dieran cuenta él ya estaría en la cama con una muchacha viente años más joven que él, ella lloraría en su rincón de siempre y los niños despertarían asustados buscando una familia que al parecer ya no estaba allí. El mayor cumpliría los dieciocho y se marcharía de casa en busca de una estabilidad que se había desvanecido, más tarde, las otras dos, lo harían también. Se olvidarían que una vez hicieron aquella loca promesa de amor y aquella mujer, con casi cincuenta y cinco años a la espalda le pediría el divorcio para acabar con todo de una vez por todas. 

Se olvidaron de las noches en vela pensando el uno el otro. Se olvidaron de los besos al alba, de las risas escandalosas, de los momentos bonitos. Se olvidaron de la juventud, de la verdad, de la rebeldía y de las ganas de comerse el mundo. Se olvidaron de quererse y se quemaron por completo. Se olvidaron de aquella promesa que daba tanto y poco pensaba recibir. 

Él se abrocharía la americana negra y ella se enfundaría en un viejo vestido. Se mirarían al espejo por última vez y derramarían la lagrima más cruel de todas. Se estamparían de golpe contra la realidad y verían escritas en el cristal las palabras que les habían llevado hasta allí. Se sentirían débiles y morirían por dentro. Querrían haberse acordado alguna vez de lo mucho que habían dicho amarse un día antes de dejar que el tiempo los devorase. Pasarían los dedos por aquel viejo espejo una última vez y afrontarían la realidad a la que habían sido arrojados sin piedad. Se mirarían a los ojos por última vez y su corazón se encogería. Una ráfaga helada les azotaría dando un toque de atención y el abogado paliducho carraspearía buscando una mirada de comprensión a sus palabras. Él sonreiría, ella correspondería. 

— ¿Juntos? 
— Para siempre. 

lunes, 29 de octubre de 2012

Vivir sin corazón.

La había amado hasta reventar. La había amado tanto que se había olvidado de lo que era vivir. Sus días se habían vuelto oscuras noches de las que ya jamás lograría salir. No le quedaba nada si no era ella la que le prometía amarle siempre. Las mentiras les habían llevado demasiado lejos, tanto que ahora los recuerdos le dejaban sin respiración. Había amado más de lo que había estado permitido en un principio y se había roto de forma estridente, así, sin alma. Un cadáver con costuras en el corazón que no sanarían ni aunque ahora estuviese vivo. Si historia había sido la más preciosa jamás contada, la más extraña y la más romántica, pero el final había sido el más trágico, para su desgracia.

Las tardes otoñales sentados en el parque, oliendo sus cabellos y dejando de que de ellos se desprendiesen las dulces hojas otoñales que se enredaban en sus hebras doradas. Esos recuerdos eran los que le estaban volviendo loco. Sus ojos clavados en aquel dichoso libro que no dejaba descansar y él no podría concentrarse más en otra cosa que no fuese en ella. Podía recordar como el viento se había llevado una de las páginas de aquel viejo libro y él, caballero como el que más, había salido corriendo en búsqueda de aquella perdida irreparable. La muchacha permanecía sentada bajo el árbol cuando él volvió envuelto en barro y con la página en la mano. Podía recordar lo mucho que había agradecido en la vida el tenerla a ella su lado. Porque se había enamorado perdidamente y ahora nada ni nadie lograría que las cosas cambiasen.

Era una fiesta en la playa. Supongamos que tenían veinte años. No se habían visto nunca en la vida más él, con sólo verla sonreír supo que quería casarse con ella. Espantaría dragones y por su sonrisa, dejaría desenvainada la espada en búsqueda de una plena protección y un camino sin zarzas. Ella venía con alguien. Ese alguien parecía tener al menos los veinticinco, pero ella no dejaba de sorprender con la tierna edad de dieciocho, posiblemente recién cumplidos. En ese mismo instante hubiese sido terriblemente capaz de pedirle una eternidad a su lado, sin conocerla, no le hacía falta más, pues los latidos acelerados de su corazón lo decían ya todo a gritos. Aquella noche ella también le vio, más desconocemos que era lo que sentía. Aquella noche se bañaron juntos a la luz de la luna bajo la mirada insistente del acompañante que parecía estar enteramente interesado en la muchacha, aquella noche la besó, escondidos bajo el agua, teniendo para el recuerdo el sabor salado de la mar y algo más efímero de lo natural.

Y se había ido. Vete tú a saber dónde con el acompañante aquel pero quince años después. Tras una vida juntos, una hipoteca, dos niñas y un sueldo fijo, ella se había ido. Y su corazón se había roto de tal manera que ya no le quedaban más razones de vida. Ella se había ido una noche trágica en la que habían hecho el amor. Se había despedido de manera absurda para no volver jamás. El vendaval de sentimientos le estaba quemado de forma cruel y despiadada, era letal. Le consolaba las respiraciones acompasadas de sus niñas en la habitación lindante. Ahora sabía cómo era vivir cuando te arrancaban de cuajo el corazón.

martes, 16 de octubre de 2012

Se llama Ginebra.

Su mirada era tan dulce como el azúcar, un océano infinito dónde podría perderme. Juraría que ya la había visto en otra parte. ¿En la carnicería, quizá? Incluso las mujeres tan preciosas como ella debían de comer algo de carne. O quizá era vegetariana. Podríamos descartar la carnicería. Era un lugar más frecuentado aún. Era un lugar de película, de esos en los que parece mentira que alguien pueda conocer a otro alguien, en realidad no la había conocido, sólo la vi pasar y la tache de amor de mi vida, cosas que pasan. Pasan porque a mi me solían pasar muy a menudo. Siempre acertaba, lo que pasa que con las mujeres parecía no funcionar. Había desistido hacía meses. No, años no, he estado desesperado unos cuantos más de los que debería. Tenía una cabellera rubia y larga, creo que no llegaba a su cintura pero se acercaba. Se contoneaba como una maldita Diosa y yo no podía apartar la mirada de ella, ni yo ni la docena de tíos de... dónde fuese que la vi por primera vez. Juraría que jamás perfección igual había llegado a mis ojos, pero lo mejor de todo estaba por llegar.

Yo, de lo más mundano. Decía que medía uno ochenta cuando no llegaba al metro setenta y cuatro. Juraría que ella al menos medía uno setenta y siete, no me la quería imaginar entaconada. El color de mi pelo era una mezcla extraña entre el castaño y un pelirrojo raro que no le gustaba a nadie. A mi me encantaba. Creo que es de aquellas cosas que le hacen a uno ser ese mismo uno y no otro diferente ¿Me explico? No, yo no era rubio ni brillaba mi pelo al sol como hebras de oro, pero, a pesar de todo, tampoco era un adefesio, mirarme no era tan difícil, creo yo. De lo que no me he podido quejar es de mi cuerpo atlético, me encanta. Mi nariz es algo más grande de la cuenta pero mis ojos verdes ayudan a esconder todo lo "anormal" que pueda llegar a eclipsar mi rostro. ¡Maldita sea, no soy feo! Soy del montón. Tras mi oreja se dibujaba una bonita ala angelical, casi tanto como ella, adoro sentirme libre, sentir que el mundo es libre aunque no sea realmente cierto. De sueños se vive, yo soy un soñador, por eso sueño con ella.

No te digo que me he enamorado porque diría la verdad y ahora mismo prefiero mentirte. Es mona. Gilipollas, está buenísima, he dicho ya que es una diosa ¿A quién engaño?. "Una mujer como ella no se fijará en un hombre como tu, Mario." ¿Un consejo? A los amigos ni caso. Ni agua. ¿He dicho ya que era preciosa? Rubia, de ojos azules, de tez clara. ¡La conocí en la estación! ¿Cómo no me he acordado de ello? Claro ¿Quién en la vida real conoce a alguien en una estación? Bueno, que no la conocí, sólo la vi. Sólo cruce mi primera mirada. Sólo perdí la noción del tiempo. Sólo pedí a Dios en un susurro desesperado que ella se fijase en mi. Sólo suplique, de rodillas, una mirada que quedase a fuego entre los dos, por siempre. Y rogué, entonces, que volvérmela a encontrar sería el único motivo real por el qué lo dejaría todo. ¿Se puede enamorar uno frente a una sola corriente eléctrica esperando un maldito tren en una maldita estación? Se llama, Ginebra, y es incluso más adictiva que la que ya conocemos.

jueves, 11 de octubre de 2012

La complejidad femenina.

Vete para que no te pueda amar. Olvida para que yo pueda olvidar. No, no te acerques, no, no me llames. No quiero saber que existes. Quiero olvidar que deseo olvidarte porque jamás te he conocido, no he querido conocerte. Evitaré sentir que me miras con esos ojos que me piden que me quede para siempre. Flagelaré mis sueños cuando lleven tu nombre. Me duele el alma y no sé porqué, ya que no me acuerdo de ti. Desconocido, no voy a girarme a verte una vez más, eres como la chica del bolso marrón o el joven de la camisa azul, desconocido. No vuelvas a llamarme por mi nombre, no sabes quien soy, yo no quiero saber quien eres. Para ti un suspiro en el viento, para mi una mancha borrable. No me mires a los ojos, no te he dado permiso. No voy a morir amándote porque hoy no sé ya quien eres. No voy a vivir deseándote porque no soy capaz de permitirme un lujo semejante. 

Vuelve para que te pueda amar. No dejes que te olvide jamás. Acércate y vuélveme completamente loca, te suplico que vuelvas a llamar. Existes, yo sé que lo haces. No quiero olvidarte porque no sé como lograr algo así. No evitaré sentir que me miras deseando que vuelva a tu lado porque soy yo la que se muere por hacerlo. Daré gracias a Dios cuando tú en mis sueños beses mis labios una vez más. Me acuerdo de ti a cada segundo y es por eso que mi alma siente que va a estallar. Tú no eres el joven de la camisa azul y por supuesto no llevas bolso. Eres el joven de ojos ambarinos que me ha jurado la eternidad, al que he creído y al que sigo esperando hasta la perdida de cordura. ¡Por Dios llámame por mi nombre una y otra vez! No hay melodía más preciosa que saber que te acuerdas de él, de mi. Para ti un suspiro en el viento, para mi la pura necesidad irremediable de amarte, de tenerte, de tocarte. Mírame a los ojos pero no te olvides de recordarme que tú sientes lo mismo que yo. Voy a morir amándote porque es lo único que sé hacer. Voy a vivir deseándote aún a sabiendas que me costará el corazón, el alma y la vida. Aún sabiendo que no puedo permitirme un lujo semejante.

miércoles, 10 de octubre de 2012

Sueños enlatados en una lámpara de metal, cómo los genios.


Vivimos en un mundo en el que el dolor nos ha obligado toda la vida a mantenernos fuertes. Vivimos momentos que nos consumen, que nos hacen desear nuestra propia muerte. Hay veces que todo carece de sentido y otras que nos sentimos afortunados de seguir con vida. Con Vincent todo aquello pasaba de golpe. Era un huracán que se lo había comido, que le había mordido la cara como un perro rabioso. Ahora se miraba al espejo, apretaba la corbata contra su cuello con decisión y cogía las llaves del coche dispuesto a deshacer los errores que había cometido días atrás. Anastasia era para Vincent un reto que le había hecho arder en las llamas del averno. Le daba tanto miedo como le gustaba y aquello no podía estar bien. Si algo no podía evitar era necesitarla, no tenía ni idea del tiempo que llevaba sin verla desde que la dejó en su casa aquella tarde nublada de verano en la que, afligida por el momento, se sinceró con el actor destrozándole el corazón, algo que la rubia no sabría jamás. Sentado en el asiento del piloto y girando cada esquina como si de una carrera se tratase el Vincent sensible había dejado dormida a una Sandy en una cama demasiado grande para ella y esperaba encontrarse a Sia ya esperando. Vestido no para una ocasión así había guardado en secreto el momento, lo había sellado, porque cuando él quería las cosas podían cambiar mucho.

Le había enviado el mensaje haría unos quince minutos. Si se daba prisa aún tendrían tiempo de mucho. Le importaba bien poco lo que pudiese decir. Había llegado un momento en su vida en el que no el tenía miedo a nada más que a su corazón, que latía a toda prisa como el del quinceañero despreocupado que ha quedado con la chica de sus sueños, una mentira bastante lejos de la realidad que era otra muy distinta. Se iba a encontrar con la mala cara de la rubia para llevarla al lugar perfecto, con la temperatura perfecta y con el acompañante imperfecto. Se remangó la camisa y aparcó el coche delante de la casa de la chica apagando las luces para no levantar sospechas. Era tarde, demasiado, pero le urgía tenerla a su lado, quizá nunca entre sus brazos, quizá jamás podría sentir por ella algo más que una enfermiza amistad pero se conformaba con que no le odiase. Me duele que no pueda decirte que me muero pero más me duele sentir que ya no quieres verme, estar a mi lado. Pedirle perdón por un ataque de dolor repentino, por unos celos prohibidos, enseñarle que él podría ser mejor pero que nada de eso está bien. Al menos, por una noche, alejarla de la realidad que la rodeaba, que los ahogaba a los dos para mostrarle que, más allá de las noches de llanto y el placer de las sábanas de seda existe un amigo que se ha forjado una vida a base de dolor que aún la quiere, que aún la sueña, que aún tiene la esperanza de que ella no se olvide jamás de que ha existido un hombre llamado Vincent capaz de quererla hasta no saber dónde estaba el límite.

martes, 9 de octubre de 2012

No soy cruel, soy lo que tú elegiste.


El aliento helado rozó su nuca justo en el momento de alzarse para poder plantarle cara, como lo había hecho más de una vez, como le dictaba el corazón que hiciese. Era él el que conseguía que ella perdiese una y otra vez. Le ardía el alma, como le arde al condenado en el infierno. Las manos de él se amoldaron a su cintura como si hubiesen sido diseñadas para ello, apretando el cuerpo de ella contra el suyo propio, haciendo que su pecho quedase completamente pegado a la espalda de la joven y que una de sus manos se atreviese a deslizarse por su vientre mientras la otra ascendía hacia su pecho. Podía notar la respiración de él sobre su oreja y la lengua precipitarse hacia su cuello. Podía volver a caer y nadie se lo tendría ya en cuenta, podría volver a maldecirle en silencio y nadie se lo tendría ya en cuenta, había perdido tanto que ya nadie se lo tendría en cuenta. Estaba sola.

Fue cuando los dedos del hombre se atrevieron a desabrochar el botón de aquellos tejanos cuando la muchacha se estremeció y cerró los ojos con fuerza. Temía echarse a llorar. Le amaba, como nunca había amado a nadie, y le había destrozado también la vida. Las manos de ella apretaron con fuerza la cintura de él mientras arqueaba la espalda y su cabeza se amoldaba perfectamente al hueco de aquel fibroso cuello. Silencio. Sólo la respiración del que había sido su gloria y su perdición se oía en la sala. La había engañado, una y otra vez, lo había visto, una y otra vez, y ella, estúpida, seguía tras él, porque se moría por él. Juraba que era su vida, juraba que sin él no podía, se derretía ante su mirada y era débil a sus palabras, y caía, en sus brazos desesperada caía.

Una lágrima valiente descendió por su mejilla y él estampó con fuerza el cuerpo de ella contra una de las paredes con esa mezcla de odio y lujuria tan peligrosa. Lamió la lágrima y gruñó sobre sus labios. Bendito fuese el héroe de sus sueños que la sacase de allí y la salvase de una muerte casi inminente. Él, introdujo su mano en los pantalones de ella rozando la lencería de ella. ¿Gritar? ¿Por qué iba a gritar si él lo era todo? Negó con la cabeza mientras su espalda aún se resentía culpa del golpe y la boca de él se amoldó a su cuello con facilidad, dejando besos feroces y poco cuidadosos. Él, no iba ni siquiera bebido, él era así. Aquellas noches en que se dejaba llevar por la luna pasional y no tenía a nadie más para saciarse que su bendita mujer, tan suave y tan dulce, tan pura y tan sensual a la vez. De tez blanca y ojos ambarinos, ella, la luz de los días sin sol, la que se imaginaba a otro cuando, su marido, decidía frenar el impulso sexual con ella.

Cruzó de forma casi efímera la belleza de aquel que se lo había dado todo y del que tan poco había aceptado. Una sonrisa amarga se dibujó en su rostro cuando, su marido, ya había introducido la mano bajo su camiseta de algodón y se atrevía a rozar los senos de ella sobre la ropa interior. Se atragantó entre recuerdos de besos sabor a agua salada y benditas caricias sin un ápice de ferocidad. Él se dio cuenta y golpeó con fuerza la pared para clavar su mirada en el ámbar de ella. Negó con la cabeza y acarició su mejilla, caricia que se transformó en una garra que arañó la suave y marmórea piel de ella haciéndola gritar de dolor.

-  No te atrevas a pensar en otro, nunca te hará feliz. – susurró él a su oído haciendo que, por fin, ella estallase en lágrimas y cayese al suelo de rodillas entre gritos desgarradores y desesperado que, sin más, se mezclaban con una risa tosca por parte de aquel que había sido su gloria y que, ahora, era su maldita condena. 

lunes, 8 de octubre de 2012

Incompatibles.

Eramos totalmente incompatibles. Ya me habían dicho que no sabían porque estábamos juntos pero es que yo siempre he sido así de cabezota, como él. Si yo decía negro, él decía negro, siempre por llevarme la contraria. Si se me ocurría recordarle que le quería él lo hacía también, con dos cojones. Las cosas así no podían funcionar. Cuando yo tenía calor, él también. A veces me sentía hambrienta y podía oír como la tripa de él reclamaba algo de comer con una fuerza arrebatadora que me hacía arder las entrañas. ¿Creéis que es normal? Tenía sueño, él también. No queráis saber cuando deseábamos ir al baño, los dos a la vez, claro. Pero es que un día me dijo que ya no me quería. Un día me dijo que ya no sentía lo mismo. La incompatibilidad nos mato, yo aún le amaba como el primer día y en mi vida nunca había habido otro.

Someterse al corazón.

Frenético. Brutal. Imparable. Letal. Mordaz. Había asestado el golpe mortal y ni siquiera me había dado cuenta. Una daga envenenada que clavada en un inocente corazón puede acabar en desastre. Desastre, como una tercera guerra mundial, esa que evitabamos a toda costa sin saber que estaba por venir, por venir porque de nuevo sus labios habían probado los míos y yo me sentía como aquella vegetariana que desea el trozo de carne más suculento del mercado y debe conformase con el puerro más fresco del puesto de verduras. Nadie podría entenderlo o no quería que nadie lo entendiese, ni siquiera yo, que seguía pensando en las noches que podría tener a su lado y odiandome por ello, una y otra vez.

Los tratos tratos son. Hace más de cinco meses que salgo con ella, hace más de cinco meses que finjo salir con aquel joven official que cree haberme robado el corazón. Dulce como el azúcar, el caramelo que debería desear y es la tapadera más perfecta de todos los tiempos. Celeste decía que todo iba a funcionar, más yo cuando movía sus labios sólo podía pensar en catarlos. No soportaba un segundo lejos de ella y me destrozo pensando con quien podría estar. Mi vida a su lado se asemeja a un peligrosos delirio moral que me llevará a llacer bajo tierra antes de tiempo. Sus ojos azules se han convertido en la única droga que necesito para sentirme viva, sólo quiero que me mire, sólo quiero que observe como me estoy muriendo por ella, por el pecado capital. 

¿Qué hace una princesa cuando se enamora de su doncella? Probablemente echar a correr. No puedo correr porque me ha atado de pies y manos. No puedo correr porque me da tanto miedo que temo hacerme más daño. No puedo alejarme porque perdería lo único que me ha proporcionado placer en la vida, amarla. Porque mi corazón aterrado susurra su nombre cuando está y cuando no. Es la última hoja en el otoño, el último soplo del sol en verano, la nieve en invierno y las flores de primavera, lo que da sentido, a cada estación, a mi vida, una vida que ya no puede llamarse vida.