jueves, 7 de marzo de 2013

Esta es Jane.

La mujer que se olvidó de serlo. La mujer que se convirtió en alguien más, en un punto negro entre tantos otros. Esa es Jane. No tiene nada de especial, absolutamente nada. Su mirada, su sonrisa, es tan corriente como la del carnicero o la vecina del quinto. Jane no se encuentra nada especial, se ha forjado con la dolorosa idea de saber que ella no es nadie, que nunca llegaría a ser nadie, que no la mirarían por la calle y que su mundo se reduciría a una estúpida rutina que, después de saber de su esterilidad, no la llevaría nunca de nuevo a casa con una familia. Se pintaría una máscara al mundo y se convertiría en una mujer normal y corriente. Caminaría junto a los demás, un robot de la sociedad, un esclavo más del capitalismo. Nunca una palabra de aliento para ella, nunca nada que la hiciese sentir diferente la convirtió en una auténtica igual. Jane es aquella vieja camiseta junto a las deportivas manchadas, esa poca feminidad que desprende por cada uno de los poros de su piel porque se ha olvidado de que es una mujer y es preciosa. Ha dejado pasar todos los malditos trenes de su vida por miedo al error y por nunca creerse lo suficientemente buena como para subirse a ellos y ver cambiar su mundo. Se ha regido por el camino a casa andando desde el café, dar de comer al gato y tumbarse hasta que la noche caía sobre sus pies y la obligaba a acostarse. Enamorada de los momentos en los que nadie la obliga a pensar en nada, llorando por compromiso casi más que por sentirlo y completamente sola, siempre sola.

Es incapaz de ver que es bella, es incapaz de comprender que por ella misma haya una mirada que consiga sonrojarla. Se ha dejado, se ha dejado tanto que parece casi más mayor de lo que es. Se ha olvidado de lo que es intentar llamar la atención y envidia a aquellas mujeres que a su alrededor son hermosas, son tan hermosas que no les hace falta mucho más que una radiante sonrisa que haya derretir al mundo, que la haga derretir incluso a ella. Jane es una mujer que, a sus treinta y séis años aún sigue siendo insegura como a los quince, una mujer que se aferró al matrimonio a temprana edad porque decidió que era lo correcto, o porque quizá no encontró una vía de escape a la vida mejor. Es una mujer que no lloró cuando hablaron de aquel hombre, apodado su marido, que había caído con el coche al río y había muerto ahogado. Jane nunca ha llegado a saber realmente que era lo que quería y eso se le ve en los ojos. Los ojos dulces de ella se alejan de ser lo que deberían, pero no es que no lo sea, es que en el fondo ella sabe que no es nada, no habrá nunca un adjetivo que la califique, no habrá nunca un nombre, no habrá jamás por donde cogerla. Indecisa en la mayoría de sus decisiones porque tiene miedo a equivocarse de verdad, a caer, a estamparse contra el suelo. Considerando que su vida ya ha terminado y que lo que le queda no es más que lo que ha tenido anteriormente, un camino lento y rutinario que no le va a dejar tiempo para disfrutar de lo que le queda.

Se olvidó de lo que eran las relaciones sociales. Jane ya no conoce nada más que una bonita amistad con la que reír un par de veces para volver a la realidad de un hogar. Jane se ve incapaz, incapaz de llamar la atención de nadie, incapaz de entender que por un momento ella sería capaz de levantar cualquier otro instinto que no fuera alguna vez el de protección, por esas mejillas sonrosadas o por esas rodillas que se han estampado contra el suelo y ahora sangran. Hace cuatro años que murió su marido y hace cinco que no ha mantenido relaciones con nadie. El sexo es algo que ha olvidado, algo en lo que no ha experimentado, algo que no ha probado, algo que se ha perdido en su vida. Torpe en todos los sentidos cuando hablamos de esto. Su coleta mal hecha, su ropa manchada de café y aquellos viejos zapatos negros que no pegan con nada no la ayudan nunca. Jane no despertaría el instinto de nadie, ni siquiera de los animales. Acostumbrada a vivir el amor de los que tiene a su alrededor, capaz de rechazar a los hombres casi sin darse cuenta. Enamorada de todas y cada una de las parejas que entran en la cafetería, de los habituales, de aquella conexión sexual entre la motrena y el de los tatuajes, de los besos de despedida de aquel marido a su mujer delante de la puerta y de lo que se dejan por decir los abuelitos del fondo. Pero nunca en sus carnes, no por ella, no para ella.

Desnúdate.

El estallido de los platos al romperse contra el suelo de la vieja cocina de mi madre. El gruñido de él sobre mi piel ya no tan tersa. Pesaban sobre mi aquellos treinta y cinco años que yo siempre había considerado que estaban algo más cerca de los cuarenta. Sus besos sobre mi piel habían conseguido erizarme el vello y evitaba el cruzarme con aquellos imprudentes ojos claros. Posiblemente él sólo contaba con unos peligrosos treinta demasiado bien llevados bajo aquella piel excitantemente tatuada. Otra vez, las ollas contra el suelo, las sartenes contra la pared y mi trasero anclado a aquella encimera helada que nosotros nos encargaríamos de calentar. Mis manos se atrevieron a rozar el pecho trabajado del hombre del que no conocía ni siquiera identidad mientras me desprendía de un pudor que me acompañada desde los treinta, desde la muerte de un marido que jamás había regalado amor a un matrimonio asesinado justo antes de empezar. 

— Desnúdate. — la voz ronca del hombre sobre mi cuerpo me hizo volver a la realidad casi de golpe. Lo había pedido con tanta insistencia que la orden llegó a mis oídos al instante y me llevó a deshacerme de la camisa con una urgencia que en mi no conocía. La falda había desaparecido y mis pechos quedaron a su merced con una rapidez que muchos hubiesen envidiado. 

Allí, todavía contra la encimera, podía sentirle contra el interior de mis muslos. No había sensación más impura pero más real, no había nada que no me sintiese capaz de hacer en un momento como aquel, absolutamente nada. Sus besos, que descendían hasta atrapar uno de los pezones me estremecían hasta la auténtica locura. Me hubiese pasado la vida retozando en la cocina con un desconocido cinco años menor que yo. Sin entender todavía que estábamos haciendo allí, sin comprender aún porque él, sin confesarle nunca que el sexo había sido un tema tabú y que, probablemente, hacía casi séis años que nadie me tocaba así.

Sus gruñidos eran tremendamente sensuales, tanto, que su lengua recorrer mi ombligo se quedó olvidada en el momento en el que, mis manos, habían arañado su espalda y él había gemido, ronco. Sus manos, deseosas de llevarme a un cielo que estaba esperando. Descendía hasta el valle de mis piernas y me perdía en un placer desconocido y salvaje. Si las veces en las que mi marido me tocaban debían tener nombre y apellidos en mis pensamientos, serían los de él, aunque no los conociera, ni hoy, ni nunca.