jueves, 7 de marzo de 2013

Desnúdate.

El estallido de los platos al romperse contra el suelo de la vieja cocina de mi madre. El gruñido de él sobre mi piel ya no tan tersa. Pesaban sobre mi aquellos treinta y cinco años que yo siempre había considerado que estaban algo más cerca de los cuarenta. Sus besos sobre mi piel habían conseguido erizarme el vello y evitaba el cruzarme con aquellos imprudentes ojos claros. Posiblemente él sólo contaba con unos peligrosos treinta demasiado bien llevados bajo aquella piel excitantemente tatuada. Otra vez, las ollas contra el suelo, las sartenes contra la pared y mi trasero anclado a aquella encimera helada que nosotros nos encargaríamos de calentar. Mis manos se atrevieron a rozar el pecho trabajado del hombre del que no conocía ni siquiera identidad mientras me desprendía de un pudor que me acompañada desde los treinta, desde la muerte de un marido que jamás había regalado amor a un matrimonio asesinado justo antes de empezar. 

— Desnúdate. — la voz ronca del hombre sobre mi cuerpo me hizo volver a la realidad casi de golpe. Lo había pedido con tanta insistencia que la orden llegó a mis oídos al instante y me llevó a deshacerme de la camisa con una urgencia que en mi no conocía. La falda había desaparecido y mis pechos quedaron a su merced con una rapidez que muchos hubiesen envidiado. 

Allí, todavía contra la encimera, podía sentirle contra el interior de mis muslos. No había sensación más impura pero más real, no había nada que no me sintiese capaz de hacer en un momento como aquel, absolutamente nada. Sus besos, que descendían hasta atrapar uno de los pezones me estremecían hasta la auténtica locura. Me hubiese pasado la vida retozando en la cocina con un desconocido cinco años menor que yo. Sin entender todavía que estábamos haciendo allí, sin comprender aún porque él, sin confesarle nunca que el sexo había sido un tema tabú y que, probablemente, hacía casi séis años que nadie me tocaba así.

Sus gruñidos eran tremendamente sensuales, tanto, que su lengua recorrer mi ombligo se quedó olvidada en el momento en el que, mis manos, habían arañado su espalda y él había gemido, ronco. Sus manos, deseosas de llevarme a un cielo que estaba esperando. Descendía hasta el valle de mis piernas y me perdía en un placer desconocido y salvaje. Si las veces en las que mi marido me tocaban debían tener nombre y apellidos en mis pensamientos, serían los de él, aunque no los conociera, ni hoy, ni nunca.

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