martes, 20 de noviembre de 2012

"Sueñadilla"

Soltar un gemido sordo y que todos se enteren. Él me apretaba contra sus caderas y yo a su compás buscaba un placer mutuo que encontraríamos al final de las embestidas, los gritos y la mismísima desesperación. No saber como habíamos llegado a aquello era lo mejor de todo. El tiraba de mi pelo y yo respondía anclando mis dedos a su pecho. Había recorrido cada centímetro de su cuerpo y me había deleitado con la necesidad de tenerle tan cerca. No estaba segura de si aquello era sueño o pesadilla pero estaba allí y estaba para mi. Atrapada en una venenosa espiral de sensaciones ardientes. Él pedía más y yo no reparaba en dárselo. Su cuello fue un tesoro que recorrer, la humedad de mi lengua jugó al juego más peligroso de todos y salió victoriosa. Su sonrisa lasciva me encendía, me hacía arder de pura necesidad. El sudor resbalaba por ambos cuerpos y se entrelazaba de forma enfermiza. Aquel momento era el que toda mujer en su sano juicio hubiese deseado junto a él. Belleza de ojos verdes. Necesidad inminente. Las sábanas en el suelo, la necesidad de morder, arañar, brutalidad y desesperación poco reprimida. Podía haber dicho una y mil tonterías más mis labios quedaron sellados por los de él, por su aliento venenoso que me prometía el cielo con ambas manos. Llegaríamos juntos al clímax y...

Despertaría sudorosa en una cama vacía, como siempre. Mis ojos se abrieron de golpe y me maldije por ello, ya sin saber si era por haber dejado a medias esa famosa "sueñadilla" o porque, en el fondo, siempre había sabido que no era verdad. Mis dedos se aferraron a las sábanas y dejé escapar un gemido totalmente exhausta  parecía haber estado haciendo ejercicio toda la noche. Resbalé de la cama sólo vestida con esa amplia camiseta comprada en el mercadillo y las dulces braguitas de algodón. Mis cabellos alborotados prometían algo que no había sucedido y mi rostro cansado hacía lo mismo. El espejo reflejaba una yo que en realidad no quería estar allí. Era de golpe, siempre antes de llegar al final, yo despertaba y creía, una vez más, que era imbécil. Un hombre como él nunca le haría eso a una mujer como yo. Sentencié, este rostro delgado y sin belleza no se merecía el de un Dios divino. No hoy, nunca. 

viernes, 16 de noviembre de 2012

El café es más francés en Barcelona centro.



Rebeca era mi mejor amiga. Nos conocíamos desde hacía tanto que ni siquiera me paraba a pensarlo, era cansado. Ella corría calle abajo mientras yo caminaba con tranquilidad. Ella entraba en aquel café embriagado de olor puramente francés en las calles catalanas y yo ya estaba allí. Metódica, sopesando siempre todas las opciones y nunca olvidando que es lo correcto en cada situación. Ella no se parecía a mi, en nada. Podías ver como empujaba las mesas haciéndose paso entre estas y como chocó contra uno de los camareros echándole el café por encima. Tuve la necesidad de taparme con aquel periódico del día anterior que tenía sobre la mesa para intentar despistarla o que los demás no supieran que yo la conocía. En el fondo era gracioso. Ella pedía perdón de forma reiterada y el chico no paraba de decirle que no importaba. Siempre había sido así. Las espontánea, tan dulce, tan diferente a mi. Rebeca era una belleza. Creo que no había conocido nunca a una chica tan bonita. Yo, en cambio, era todo lo contrario.  La seriedad me había convertido en una mujer aburrida y no destacaba precisamente por ser una top model. Las parejas no se me daban demasiado bien mientras ella solía tener un novio semana sí semana también. No me importaba que llegase a eclipsarme, me sentía bien a su lado.

Una vez, al empezar la facultad, incluso pensé que me había enamorado de ella. Hasta que las dos nos dimos cuenta de que aquello era una crisis de esas de sexualidad que acaban por decirte de golpe que eres terriblemente heterosexual y que lo único que vas a tener con tu mejor amiga es una serie de conversaciones chorras que no llegarán a nada.

En fin. Rebeca estaba sentada frente a mi y yo ni siquiera me había dado cuenta. Su sonrisa era tan brillante que podría hacer que el resto de la cafetería sonriese con ella. Su blusa blanca ahora tenia un tono tierra escupido culpa del café, gracias a Dios no demasiado caliente, y sus leggins apretados seguramente en el camino habían levantado suspiros. Me miró, la miré, y puso sobre la mesa una servilleta con una serie de números que identifique como el teléfono del camarero al que acababa de tropellar. Una mueca se dibujó en mi rostro, esa que quería simular siempre una sonrisa.

- ¿No es increíble? - me preguntó sin dejar que nada ni nadie hiciese desaparecer de ella ese aura angelical que hacía que todo el mundo a su alrededor revolotease como un idiota. 

En todo grupo de amigas hay dos claras y diferenciadas, la rara y la guapa. En este caso no había grupo aunque yo siempre sería la rara y ella la guapa.

Se suponía que si me había citado era por la inmensa necesidad de contarme algo. Siempre me ponían nerviosa sus ideas descabelladas y sus secretos. 

martes, 13 de noviembre de 2012

Los humanos, olvidan.

— ¿Juntos? 
— Para siempre. 

Sellaron aquella noche en un pacto repentino de amor. Y de ahí a la boda, la hipoteca, los críos, el estresante trabajo y la niñera de siete de la mañana a séis de la tarde. Se olvidarían con los años que una vez se hicieron una promesa de amor. Vivirían esclavos del Estado, tacharían en su lista de cosas imprescindibles los caprichos menos prescindibles y se equivocarían en todas las decisiones que tomasen hicieran lo que sea que hiciesen. Se verían envueltos en una espiral de mentiras que acabarían siendo verdad a medias y aceptando porque no les quedaría más remedio. Se olvidarían que una vez hicieron aquella promesa de amor mientras dan de comer a los tres niños que buscan el cariño de unos padres que se han sometido al capitalismo. Ahorrarían para la universidad de los niños y aspirarían a tener médicos y abogados en la familia. No apuntarían a la pequeña a teatro y evitarían que el grande se comprase aquella vieja guitarra que vio por internet y que prometían que era de su cantante favorito. A la mediana ni siquiera le prestarían atención. Se olvidarían que una vez se hicieron una promesa de amor y cuando se dieran cuenta él ya estaría en la cama con una muchacha viente años más joven que él, ella lloraría en su rincón de siempre y los niños despertarían asustados buscando una familia que al parecer ya no estaba allí. El mayor cumpliría los dieciocho y se marcharía de casa en busca de una estabilidad que se había desvanecido, más tarde, las otras dos, lo harían también. Se olvidarían que una vez hicieron aquella loca promesa de amor y aquella mujer, con casi cincuenta y cinco años a la espalda le pediría el divorcio para acabar con todo de una vez por todas. 

Se olvidaron de las noches en vela pensando el uno el otro. Se olvidaron de los besos al alba, de las risas escandalosas, de los momentos bonitos. Se olvidaron de la juventud, de la verdad, de la rebeldía y de las ganas de comerse el mundo. Se olvidaron de quererse y se quemaron por completo. Se olvidaron de aquella promesa que daba tanto y poco pensaba recibir. 

Él se abrocharía la americana negra y ella se enfundaría en un viejo vestido. Se mirarían al espejo por última vez y derramarían la lagrima más cruel de todas. Se estamparían de golpe contra la realidad y verían escritas en el cristal las palabras que les habían llevado hasta allí. Se sentirían débiles y morirían por dentro. Querrían haberse acordado alguna vez de lo mucho que habían dicho amarse un día antes de dejar que el tiempo los devorase. Pasarían los dedos por aquel viejo espejo una última vez y afrontarían la realidad a la que habían sido arrojados sin piedad. Se mirarían a los ojos por última vez y su corazón se encogería. Una ráfaga helada les azotaría dando un toque de atención y el abogado paliducho carraspearía buscando una mirada de comprensión a sus palabras. Él sonreiría, ella correspondería. 

— ¿Juntos? 
— Para siempre.