martes, 9 de octubre de 2012

No soy cruel, soy lo que tú elegiste.


El aliento helado rozó su nuca justo en el momento de alzarse para poder plantarle cara, como lo había hecho más de una vez, como le dictaba el corazón que hiciese. Era él el que conseguía que ella perdiese una y otra vez. Le ardía el alma, como le arde al condenado en el infierno. Las manos de él se amoldaron a su cintura como si hubiesen sido diseñadas para ello, apretando el cuerpo de ella contra el suyo propio, haciendo que su pecho quedase completamente pegado a la espalda de la joven y que una de sus manos se atreviese a deslizarse por su vientre mientras la otra ascendía hacia su pecho. Podía notar la respiración de él sobre su oreja y la lengua precipitarse hacia su cuello. Podía volver a caer y nadie se lo tendría ya en cuenta, podría volver a maldecirle en silencio y nadie se lo tendría ya en cuenta, había perdido tanto que ya nadie se lo tendría en cuenta. Estaba sola.

Fue cuando los dedos del hombre se atrevieron a desabrochar el botón de aquellos tejanos cuando la muchacha se estremeció y cerró los ojos con fuerza. Temía echarse a llorar. Le amaba, como nunca había amado a nadie, y le había destrozado también la vida. Las manos de ella apretaron con fuerza la cintura de él mientras arqueaba la espalda y su cabeza se amoldaba perfectamente al hueco de aquel fibroso cuello. Silencio. Sólo la respiración del que había sido su gloria y su perdición se oía en la sala. La había engañado, una y otra vez, lo había visto, una y otra vez, y ella, estúpida, seguía tras él, porque se moría por él. Juraba que era su vida, juraba que sin él no podía, se derretía ante su mirada y era débil a sus palabras, y caía, en sus brazos desesperada caía.

Una lágrima valiente descendió por su mejilla y él estampó con fuerza el cuerpo de ella contra una de las paredes con esa mezcla de odio y lujuria tan peligrosa. Lamió la lágrima y gruñó sobre sus labios. Bendito fuese el héroe de sus sueños que la sacase de allí y la salvase de una muerte casi inminente. Él, introdujo su mano en los pantalones de ella rozando la lencería de ella. ¿Gritar? ¿Por qué iba a gritar si él lo era todo? Negó con la cabeza mientras su espalda aún se resentía culpa del golpe y la boca de él se amoldó a su cuello con facilidad, dejando besos feroces y poco cuidadosos. Él, no iba ni siquiera bebido, él era así. Aquellas noches en que se dejaba llevar por la luna pasional y no tenía a nadie más para saciarse que su bendita mujer, tan suave y tan dulce, tan pura y tan sensual a la vez. De tez blanca y ojos ambarinos, ella, la luz de los días sin sol, la que se imaginaba a otro cuando, su marido, decidía frenar el impulso sexual con ella.

Cruzó de forma casi efímera la belleza de aquel que se lo había dado todo y del que tan poco había aceptado. Una sonrisa amarga se dibujó en su rostro cuando, su marido, ya había introducido la mano bajo su camiseta de algodón y se atrevía a rozar los senos de ella sobre la ropa interior. Se atragantó entre recuerdos de besos sabor a agua salada y benditas caricias sin un ápice de ferocidad. Él se dio cuenta y golpeó con fuerza la pared para clavar su mirada en el ámbar de ella. Negó con la cabeza y acarició su mejilla, caricia que se transformó en una garra que arañó la suave y marmórea piel de ella haciéndola gritar de dolor.

-  No te atrevas a pensar en otro, nunca te hará feliz. – susurró él a su oído haciendo que, por fin, ella estallase en lágrimas y cayese al suelo de rodillas entre gritos desgarradores y desesperado que, sin más, se mezclaban con una risa tosca por parte de aquel que había sido su gloria y que, ahora, era su maldita condena. 

2 comentarios: